martes, 31 de mayo de 2011

Cosas nunca dichas

Quiero hacer eso que hacen las chicas en las películas, que se levantan de la cama impecables y prolijamente despeinadas y se ponen las camisas de sus novios y hacen café. ¿Me prestás tu camisa?

El efecto tres de la tarde

"El efecto tres de la tarde" me pega cada vez más fuerte. Sé que voy a llegar a casa temprano y me vengo loca de la ansiedad y las ganas de hacer mil cosas a la vez. El efecto tres de la tarde tiene vigencia de lunes a viernes, es típico de mente de oficina, y se da cuando por algún motivo especial, podemos salir temprano de la oficina y sentir, así, que el día de repente tiene quince horas más y que, por ende, podemos hacer doscientas cosas que teníamos atrasadas. Ayer, por ejemplo, me subí al colectivo y se me hizo agua la boca pensando en: limpiar la cocina, ir a Once a comprar telas, ir a visitar al hijito de una amiga, reorganizar las alacenas, mirar una, diez, mil películas, tirarme a dormir una siesta infernal, cocinar para toda la semana, coser, bordar, pintar, leer. El efecto tres de la tarde es pasajero y dura lo que el colectivo: una vez que se llega a casa desaparecen el entusiasmo y la voluntad y son reemplazadas por una sensación rarísima en todo el cuerpo: no se supone que yo esté acá a esta hora. Es raro el departamento iluminado. Es raro que la gente siga en sus oficinas y yo esté acá en piyama tomando mate. Es raro. Como que no corresponde.

Milincovic

Empezó un zapping y dio dos vueltas a todos los canales hasta dejar en un programa cuyo locutor era un histriónico con tonada neutra y cuya gráfica se componía de colores chillones como amarillo y violeta en el fondo y letras verdes y naranjas que rezaban: los videos más divertidos de animales. Pensó que de vez en cuando, un poco de televisión basura no estaba mal. “Las cinco formas más desagradables de caer de un caballo” decía el locutor y reforzaban las letras gordas que ocupaban casi toda la pantalla: una señora gorda que se sube dando saltitos a un caballo y se cae apenas el animal empieza a caminar. Un señor muy alto y flaco sobre un pony que cae de costado y mientras las risas enlatadas estallan, él se toca una costilla y algunas personas corren a socorrerlo. Una pareja de señor con camisa cuadrillé y señor con sombrero de cuero tratan de domar un caballo rebelde a las orillas de un río y terminan los dos en el agua. El caballo sale corriendo. Se distrajo pensando en lo mucho que le gustaban los caballos cuando era chica y no retuvo las otras dos formas más desagradables de caerse de un caballo. Pensó, también, en las pocas veces que había tenido la oportunidad de subirse a uno: en Parque Camet, Mar del Plata. Había ido con una amiga y los padres de ella en unas vacaciones de invierno y habían pasado casi toda la estadía repartida entre Sacoa y el drugstore de una estación de servicio. En esa época estaban de moda unos gorros largos, tipo bonetes, a rayas. Había de dos tipos: con rayas verdes, rojas y amarillas y con rayas blancas y celestes. Fue el año que se celebraron unos juegos olímpicos en el que el equipo de voley de Argentina había brillado como nunca. De repente todos eran expertos en el deporte. Hoy solamente se recuerda el nombre de Milincovic y que Milincovic era muy apuesto.

lunes, 30 de mayo de 2011

Miradas embobadas

-Hasta mañana, mi amor.
-Me dijiste mi amor.

Miradas embobadas que podrían ser reemplazadas por todas esas cosas ñoñas y cursis que todos conocemos: Suelta de globos de colores. Liberación de palomas. Abrazos comunitarios para salvar al club de barrio. Perserguirse por una plaza. Un picnic en el campo, una noche de luna llena. Tres o cuatro o mil estrellas fugaces y la posibilidad de pedir nueve, doce o tres mil deseos. ¡Sorpresa!

domingo, 29 de mayo de 2011

Highlight del fin de semana

Sábado, 2 AM.
Leo una pelea cualquiera de dos cualquieras en Twitter.

Casas abandonadas con familias adentro

Me encanta buscar casas. Dos o tres veces por semana navego por páginas web de inmobiliarias (páginas muy parecidas a las que había diez años atrás, con tipografías antiquísimas, música de película porno o fotos pixeladas). También busco en los clasificados online de diarios, en revistas, o anoto números de teléfonos en carteles de "Se vende" para después llamar y escandalizarme por los precios imposibles que hacen que mi amor por la búsqueda inmobiliaria sea algo así como un placebo ante la imposibilidad de comprarme alguna vez algo.

Tengo una tendencia a preguntarme qué tipo de gente vive en cada casa que conozco (aunque sea por fotos), una necesidad de saber por qué quieren vender, si son o fueron felices ahí, por qué eligieron ese cerámico para el piso de la cocina o por qué tantas casas tienen paredes color verde manzana. Las respuestas a mis preguntas, por supuesto, siempre son dramáticas y tristes: nunca nadie pudo ser feliz con esa oscuridad, nunca nadie pudo sonreír en ese patio que en realidad es el pulmón de un edificio de veinte pisos rodeado por dos edificios aún más altos. Todas las casas que veo son casas abandonadas con familias adentro. Con roperos desordenados, cocinas con manchas de aceite de hace quince años, trapos rejilla con olor a vómito, hornos que no abren, ventanas con cortinas oscuras, plantas sin regar. Infelicidad.

Extendí mi teoría de las casas abandonadas con familias adentro y ahora no paro de encontrar ejemplos que me estremecen y me dejan con una sensación amarga de familias enteras con tristeza crónica. De peleas conyugales, hijos conformistas y camas sin hacer. Camino por la calle y solamente miro fachadas de casas y pienso cuánta depresión soportan esas paredes llenas de humedad. Esa tierra seca con algunas alegrías del hogar marchitas, con macetas vacías, con persianas cerradas. Qué tristes las rejas que sólo tienen aplicada una capa de pintura antióxido. Cuánta desolación en el pasto sin cortar, en los vidrios sucios. Son casas abandonadas con familias adentro, y siempre termino preguntándome cuán abandonados están ellos mismos, que pueden vivir una casa y no un hogar, que tienen una terraza con una parrilla que no se usa y una montaña de diarios de la que salen las cucarachas.

Mi mirada es prejuiciosa y está llena de pesimismo: por un lado porque mi infancia, mis casas, siempre fueron hogares cálidos, porque el trapo de la cocina de mi mamá siempre tuvo olor a limpio y porque en casa lo primero que se hacía para inaugurar el día era levantar las persianas. Es pesimismo porque en algún punto muy oscuro de mi, hay algo que me dice que las cosas no van a funcionar, que los hogares como el mio no existen, y que de hecho, un hogar como el mio, tan cálido por fuera, era una fachada para una familia que desbarrancaba una vez por semana, cuyos cimientos iban llenándose de humedad y plantas resecas y parrilas sin usar.

viernes, 27 de mayo de 2011

Aaaaahhhh me voy a morir de un ataque de ternura aaaaahhhh

Imaginate qué triste hablarle a alguien sobre la imaginación y que te mire y no pueda decirte nada porque no sabe qué es la imaginación.

Descartable, bonito y pelotudo

Sangrado

De ese verano no me acuerdo demasiado. En realidad, lo que me sucede es que todos los veranos en la casa de Transradio se me mezclan un poco. Supongo que debe ser la edad.

Yo no tendría más de tres o cuatro años, y ese verano estaban construyendo en el fondo del jardín un cuartito que iba a ser a la vez un lugar para guardar cosas (me encanta el genérico “cosas”) y el taller de mi papá. Lo construyeron mi papá con algunos de los hermanos de mi mamá, uno de ellos está de nuevo trabajando con mi papá, después de un período muy largo y oscuro lleno de alcohol y otras cosas que nadie quiere recordar (papá y mamá en este sentido siempre fueron, de alguna manera, los papás de todos los hermanos de mi mamá: los trajeron a todos desde Misiones y se los llevaron a vivir con ellos, los obligaron a estudiar, a trabajar y a hacer todo lo que debería hacer una persona de bien, aunque después, como siempre pasa, las vueltas de la vida hacen que cada uno haga de su vida lo que se le canta).

Estaban todos instalados en casa o al menos yo lo recuerdo así (quisiera no justificarme pero hay algo de sinceridad en lo que cuento, quisiera decirles que las cosas fueron así y punto, pero temo estar equivocándome muchísimo), y cuando digo todos estoy hablando de tíos, tías, primos y primas. Yo dormía con una de mis primas, me divertía muchísimo tener tantas visitas y movimientos en la casa, aunque no sé qué comíamos o cómo era el sistema para bañarse cuando éramos tantos. Me despertaba y por la ventana de mi cuarto podía ver el jardín del fondo y todo el ir y venir que había allá: montañas de arena, mezcla de cemento, ladrillos, señores en cuero y transpirados y muchas, pero muchas, botellas de cerveza.

Por esos días me sangraba la nariz. Todos los días a la tarde. Mamá decía que era por mi larga exposición al sol. Yo no sé qué sentía cuando me sangraba la nariz y como hace años que no me sangra tampoco sé cuál debe ser la sensación de tener algo rojo saliendo de ahí (con el correr de los años aprendí cuáles eran las sensaciones cuando sale sangre una vez por mes y no me divirtió en lo absoluto y siempre que pienso en la menstruación se me vienen a la cabeza las palabras de mi ex jefa, que decía que desde la primera vez que le había venido estaba esperando ansiosa la menopausia). Las primeras veces que me sangró la nariz, además del algodoncito, mamá me obligaba a mantener la cabeza para arriba un largo rato y eso debió haber sido el momento más deprimente de toda mi infancia: todos mis primos jugando y yo como una mamerta congelada con la cabeza mirando, no al cielo, sino al techo de la cocina.

El cuartito lo estaban construyendo detrás del ciruelo, exactamente en el vértice opuesto donde estaba construido el cuartito anterior. Y acá sí que tengo una laguna inmensa: no sé qué pasó con ese cuartito, que era minúsculo y que, por supuesto, había pasado a ser el cuartito una vez que dejó de ser baño y el baño pasó a estar dentro de la casa. Ese cuartito, el viejo, el de la otra punta del jardín, era chiquito y tenebroso. Tenía, como el que estaban construyendo ahora, techos de chapa y millones de cosas amontonadas dentro. Me daba miedo ese cuartito, aunque ese cuartito también guardaba el elemento más feliz que recuerdo de toda mi existencia: la pelopincho.

Las primeras veces que me sangró la nariz mamá hizo de mamá y me cuidó, con el algodoncito y la cabeza para atrás y luego me controló para que no corriera demasiado o no estuviera tanto tiempo al sol. Después de algunos días de sangrado repetido, mamá estaba un poco cansada de todo el procedimiento de limpiarme y cuidarme y yo estaba avergonzada porque sabía que eso que me pasaba no estaba bien y no quería que me volviera a pasar. La última vez que me sangró la nariz (me refiero a la última que recuerdo), sé que sentí que estaba pasando algo (aunque, repito, no sé exactamente cuál era la sensación) y corrí al baño porque me creí capacitada para tratarme y cuidarme a mi misma. Me paré frente al espejo del baño (un baño que tenía azulejos amarillos) y empecé a hacer lo que creía iba a parar el sangrado: sonarme la nariz. Pero en lugar de sonarme la nariz tomando un pañuelo, papel higiénico o una toalla, lo hice sin nada, y creo que también sacudí la cabeza, porque sino no se entiende cómo fue que cuando mamá entró, los azulejos y el espejo estaban manchados de sangre, al igual que mi ropa, la pileta y el piso, con algunas gotas medio resecas y pegoteadas.

No exagero. Las gotas del piso estaban resecas porque había pasado un tiempo considerable entre mi entrada, mi sonada y la entrada de mamá, y estoy segura que la llegada de mamá se debió a mi larga ausencia y a eso que dicen todos los padres de niños chiquitos: “si está tan callado, en algo andará”. Mamá me retó muchísimo ese día, me mostró infinidad de veces el lío que había hecho en el baño y siguió retándome mientras limpiaba los azulejos, mientras me cambiaba la ropa, mientras me ponía el algodoncito y mientras me sostenía la cabeza para atrás tratando de parar la sangre. Yo debo haber llorado. En esa época lo único que hacía frente a un conflicto era llorar. Bueno, esto último no cambió en lo absoluto.

jueves, 26 de mayo de 2011

Ninguna boluda

Estoy viendo un programa con la biografía de Sarah Jessica Parker (sí, estoy viendo un programa con la biografía de Sarah, no leyeron mal, sean buenitos, no me juzguen), y me entero que, además de casarse con el monísimo Matthew Broderick, se comió a:

+ Robert Downey Jr
+ John F. Kennedy Jr
+ Nicolas Cage

Concentración bochiana

Bueno, no entiendo.
Si la agrando acá, se pixela toda.
Pero si le das click, la ves perfecta y grandísima.

Alerta roja

Hoy me di el lujo de llegar tarde.
Total, me quedan tres días.

¿Yo conté acá que mi último jefe (es decir, el que tengo por tres días más) se peleó dos veces en una semana con diferentes personas por dinero? O sea: ¿que se peleó con dos personas porque les debía dinero y no quería (no que no podía, no quería) pagarles?

miércoles, 25 de mayo de 2011

La empleada que se convirtió en proveedora

Vivo este feriado como si fuera el último feriado de mi vida y de alguna manera esa es una verdad que espero dure muchísimo tiempo. Me refiero a ese respiro que te da un feriado a mitad de semana, un airecito fresco en una semana que fue igual a la anterior y que va a ser igual a la que viene. Una pausa en la rutina diaria del trabajo de nueve a dieciocho o de diez a dieciocho o de doce a veinte o el horario rutinario e inalterable que se te ocurra. Una pausa de la oficina, del almuerzo corporativo, del mismo colectivo todos los días. No estoy hablando de algo necesariamente negativo: trabajé en muchos lugares que me hicieron feliz a pesar de tener algo de empresita que necesita que sus empleados estén ocho o nueve horas, aunque sea rascándose, porque la impresión de poder que da tener un grupete de gente a tu disposición es algo tentador y a lo que resulta difícil renunciar (pensalo: ¿cuántos son los jefes que, aunque no tengas nada que hacer, te hacen ir a marcar tarjeta? -marcar tarjeta es metafórico, ojo con eso-). La sensación, hoy, es que éste es mi último feriado. Es una cuestión de palabras más que de hechos: decidí dejar de considerarme empleada para empezar a considerarme proveedora. Y en un punto, ese cambio de palabras resignifica lo que hago y lo orienta hacia un lugar mejor: si yo no quiero (si no quiero porque no me pagaron, porque me trataron mal, porque me faltaron el respeto, porque me boludearon y una infinidad de etcéteras) no te entrego el programa. No te entrego la copia de la película. Puedo borrar el proyecto y todo el bruto de tu institucional. Ya no tenés el poder de correrme con nada, porque ahora yo te proveo. No soy tu empleada. Es difícil aceptar el cambio de empleado a proveedor. No es fácil manejarse a uno mismo y temo que la pereza me gane más de un día: supongo que son los temores básicos de los que elegimos dejar de trabajar en una oficina (oficina puede ser: redacción, isla de edición, sala de producción, call center o lo que se te ocurra) para trabajar en pantuflas en la comodidad de nuestros hogares. Yo siempre tuve ese sueño, y ahora siento que está casi tan hecho realidad que la realidad de la pantufla me pega una cachetada y me despierta y me dice: tampoco desbarranques. Que la libertad que te da la elección de trabajar en casa y dejar de ser empleada para ser proveedora no te tire para atrás (o no te tire para la cama, o no te tire para el televisor, o no te tire para las salidas -hoy estoy con una fijación por dar ejemplos y sobreexplicarme porque no quiero que se me mal interprete-). Estoy contenta por varios motivos: no tener que levantarme con un despertador maldito todos los días, no tener que comer fuera de casa todos los días, no tener que tomarme el mismo colectivo todos los días ni marcar tarjeta todos los días o bancarme caras de orto porque llegué quince minutos tarde, disculpame, te juro que el colectivo se demoró, no es mi culpa, Corrientes estaba trabadísima, había paro de subte, las calles estaban cortadas. Estoy contenta porque depender de mi misma (estoy hablando en un nivel profesional/laboral) es algo que nunca me pasó. Estoy contenta porque es algo que planeo desde que pisé la primera productora y me di cuenta que las cosas (las cosas: la gente, los trabajos, los jefes, el programa) a veces son más hipócritas de lo que podemos imaginarnos. Estoy contenta porque el jogging va a volver a ser mi uniforme oficial y estoy contenta porque éste es mi último feriado como empleada y me primero como proveedora.

Aunque sospecho que ser proveedora significa, también, dejar de ver el feriado como lo vi la mayor parte de mi vida, como si el concepto "feriado" fuera a esfumarse y transformarse en un día más como cualquier otro, como si todavía no terminara de procesar que la semana que viene termino un trabajo, tengo algunos días de vacaciones y después empiezo otro, que me va a llevar dos meses, dos meses de los cuales uno (todo un mes, ¿entendés cuánto tiempo es todo un mes?) lo voy a pasar editando en casa, tranquila, con mi mate y mis ojotas, con mis tiempos y sin el despertador ni el colectivo diario que ya me tenía hinchadísima las pelotas.

De mi trabajo nuevo II

+ Renuncié.

martes, 24 de mayo de 2011

Cuando hablan las acciones

Cuando salgo a estirar las piernas y me vuelvo con una remera y un sweter hay algo que, definitivamente, sigue andando mal.

El problema es que no tengo idea qué puede ser.
Pero bueno, al menos compro baratísimo.

Hagamos algo con las palabras feas

¿Y el verbo cranear?
¿No suena feo hasta lo ridículo?

No sea cosa

A mamá le gusta hablar de lo que le pasa. Yo odio hablar de lo que me pasa, o al menos odio hablarlo con ella. El martes pasado, por ejemplo, yo tuve un día completa y absolutamente triste desde las nueve cincuenta, que me tomé un colectivo, hasta la madrugada del miércoles. Me acuerdo que ese martes me levanté y desayuné tranquila y el día estaba soleado, con el exacto sol que me gusta tanto. No imaginé, mientras me cambiaba y después mientras desayunaba, que iba a tener un día tan oscuro, pero la cosa es que me subí al 36 y me largué a llorar chiquito, como que se me llenaban los ojos de lágrimas y empezaban a salir pero enseguida se acobardaban. Pensaba en mi hermana. La extraño. Quiero verla. Quiero escucharla. Quiero hablarle, contarle cosas, mostrarle mi departamento. Quiero que esté. Pero no está. Y eso me revuelve las tripas y siento como una invasión de angustia por todo el cuerpo, una angustia que no se va con nada. De vez en cuando tengo días como el martes, días en los que cualquier cosa que veo, huelo, escucho, digo o pienso me hace acordar a mi hermana. Días en los que lo único que quiero es volver el tiempo atrás, decirle que no se vaya de viaje, cambiar el rumbo de la historia, que no haya accidente, que no haya muertes. Que mi hermana esté acá. Los días como el martes estoy, además de maricona, muy malhumorada y antisocial. No se me puede hablar ni puedo reírme. No puedo concentrarme en el trabajo y cualquier excusa sirve para pelear. Los días como como el martes tengo que estar sola.

Ayer la vi a mi mamá y mientras me contaba de su semana mencionó que el martes había tenido un día muy malo, que se había levantado muy angustiada y había estado llorando todo el día. Y a mi me pareció demasiada casualidad, así que le conté que me había pasado algo similar. Y contarle eso fue suficiente para que ella quedara preocupada y hoy me hiciera hablar sobre lo que me había pasado a mi el martes, qué había pensado, qué había hecho, por qué estaba mal, y todas esas preguntas que a mi me molesta contestar, porque no me gustan los interrogatorios, porque cuando estoy mal estoy mal yo, porque cuando estoy mal estoy sola y quiero estar sola y callada, y porque la próxima vez que pase algo parecido, antes de decirle que tuvimos un día de angustia compartida, mejor la voy a abrazar y voy a cambiar el curso de la conversación. No sea cosa.

lunes, 23 de mayo de 2011

La enana hinchapelotas

Las minitas como yo tenemos esto de ser hinchapelotas. De ser un poco las protagonistas de una novela de la tarde que ni siquiera tiene un guión demasiado interesante. De hacer planteos boludos y de tener siempre la necesidad de hablar: hablar de lo que nos pasa, hablar de la relación, hablar de lo contentas que estamos o de lo tristes y desdichadas que nos sentimos. Las minitas como yo tenemos serios problemas y somos conscientes de eso pero aunque intentamos una y mil veces ponerle una barrera a la enana hinchapelotas, la enana se las ingenia para saltar la barrera o derribar la pared a golpes y salir, oh, al mundo, a hinchar las pelotas. Los tipos, por su parte, perciben este rompedero de huevos, y nos tienen paciencia hasta que un día dejan de tenernos paciencia: no los culpo, yo en su lugar me hubiera mandado, muchísimas veces más de las que me mandaron, a la mismísima mierda. Las minitas como yo sufrimos a la enana hinchapelotas que tenemos adentro. Queremos callarla, queremos golpearla hasta dejarla tarada, hasta que no tenga ninguna herramienta más para molestar y molestar a los otros. Queremos que desaparezca, aunque la mayoría de las veces nuestros intentos son inútiles. Por ejemplo, imaginate que estás con el chico que te gusta en la cama, después de una sesión de sexo desenfrenado, de esas que te dejan con las sensaciones más sensibles que nunca, de esas que si me acariciás el pelo me largo a llorar no sé si de la alegría, la emoción, la felicidad o la angustia. Imaginate, entonces, que en esa montaña rusa de sensaciones alborotadas, sentís algo en la panza, algo parecido a una descompostura, como si necesitaras escupir algo, como si la comida te hubiera caído mal, entonces vomitás un "te quiero" susurrado, casi inentendible, entre dormido y despierto, un hilito de voz. Y te abrazan. O te dan un beso. O te acarician. O sonríen. Las minitas como yo, en una situación como la que acabo de describir, nos angustiamos con todo el alma, el cuerpo y el corazón. Las minitas como yo vomitamos el "te quiero" y necesitamos la respuesta verbal, el "yo también te quiero". Y cuando suceden mil cosas alrededor menos esa respuesta, la enana empieza a taladrarnos en la cabeza, con argumentos infantiloides y estupideces del estilo "no te quiere nada, boluda" o "prefiere abrazarte a decirte gracias". Las minitas como yo nos levantamos de la cama, conteniendo un llanto completamente innecesario, y nos encerramos en el baño hasta que la enana de mierda deje de joder con su novelita rosa y su melodrama bobo, y cuando se pasa el malestar por eso que nunca debió habernos molestado, volvemos a la cama y hacemos como que no ha ocurrido nada. Si nos preguntan qué nos pasa o si estamos bien decimos que no nos pasa nada, que estamos bien. Pero en el fondo, bien en el fondo de la cabeza, la enana sigue tatuándonos frases horribles y pasan uno, o dos, o tres días, y la angustia sigue ahí, como un murmullo molesto que no te deja dormir, como si el silencio frente a tu "te quiero" se transformara en miles de voces que hablan entre ellas y se dicen que está todo mal, que está todo pésimo, que está todo horrible, que no hay solución. A veces aturde tanto ese murmullo que sin darte cuenta, te encontrás sola, parada en un colectivo repleto de almas grises y de olores desagradable y te largás a llorar, desconsolada, y le pedís por favor a la multitud que se calle, que necesitás pensar en otra cosa, que tenés que vivir una vida, que la novela es para la televisión, que por favor hagan silencio, y ellos se callan. Y cuando se callan, te tranquilizás.

Lunes

Tengo que empezar el gimnasio.
Tengo que empezar el gimnasio.
Tengo que empezar el gimnasio.
Tengo que empezar el gimnasio.
Tengo que empezar el gimnasio.


Todos los lunes la misma frase.

Todos.

Me hice acordar a esos carteles que hay en almacenes de barrio y dicen: "Hoy no se fía, mañana tampoco". Decir, todos los lunes del año, "la semana que viene me anoto en el gimnasio", funciona igual, ¿no?

Yo también quería mis "yo también"

Quiero escribir sobre el poder de las palabras y sobre cómo siempre terminamos enroscados por la falta de reciprocidad de un "te quiero", "te extraño" o "te amo". Quiero escribir cómo nos enroscamos con eso y nos olvidamos de todo lo otro, lo que no son palabras pero sí son acciones, esas que dice mucho más que dos o tres o mil palabritas que puede decirlas cualquiera y puede decirlas sin sentirlas y puede sentirlas y nunca decirlas. Pero la falta de reciprocidad de ese cariño hablado, de esa sobreexplicación del amor, la ausencia de esos "yo también" y "yo más", me dan unas ganas de llorar tremendas, así que mejor cierro la boca.

Manipulador

Yo puedo reconocer garcas. Puedo ver la falsa buena onda y la hipocresía de la sonrisa exagerada. Son suficientes dos o tres charlas o algunos ratos observando a alguien para saber si es garca o no: el jefe que te dice que te tomes el día, tranquila, no hay problema, después lo hablamos; y después te viene con un pedido imposible al que no podés negarte porque cómo, yo te di el día, la otra vez, ni un problema te hice, ni siquiera te pregunté si era muy grave. Hay muchos tipos de garcas, del que estoy hablando, particularmente, es del garca manipulador, que alternadamente va a hacerte sentir culpa, lástima o cariño y con eso te va a chupar hasta la última gota de sangre. Fijate que siempre que hay un jefe dando lástima hay un empleado que trabaja mil horas extras sin cobrar un peso. Yo puedo reconocer garcas manipuladores: los saco por la manera de hablar, de moverse, por esa buena onda tan sospechosa, por esos beneficios detrás de los que esconden intenciones oscurísimas. Yo puedo verlos y puedo interactuar con ellos y pensar, mientras les sonrío casi de la misma manera hipócrita que ellos, que ésta vez no me vas a cagar, ésta vez no me vas a hacer trabajar el fin de semana, ni horas extras, y si tenemos que arreglar un pago fuera de lo arreglado primero lo arreglamos y después te trabajo, y si después no me pagás agarro y me llevo todo el trabajo porque yo así no laburo, querido. Puedo pensar todo eso y puedo pararme derecha y saborear un toque que vas a quedarte callado porque mi respuesta va a sorprenderte, porque pensaste que moviendo un poquito los hilos ibas a manejarme de nuevo como una marioneta, y puedo pensar todo eso de verdad y sentirme orgullosa por anticipado y después abrir la boca y decirte que sí, todo bien, vengo a laburar el finde, no te hagas drama por la plata, después lo hablamos, total a mi no me cuesta nada, no te pongas mal, ya vas a arreglar los quilombos de guita, yo te banco.

sábado, 21 de mayo de 2011

El Chiqui

En el patiecito que estaba entre la reja y la entrada de la casa estaba Chiqui, el perro grandote y bobo que no jugaba ni saltaba ni ladraba: estaba echado ahí y apenas se movía unos centímetros si alguien lo pateaba. Al Chiqui siempre lo pateaban para que se moviera. Cuando conocí a Jorge me dijo que tenía un perro precioso que se llamaba Iki. Supongo que la alteración del nombre se debía a un deseo profundo de darle al animal oloroso un aire más sofisticado del que en realidad tenía. Una vez el Chiqui se perdió. Salió a dar una vuelta manzana, porque los animales en ese sector del conurbano pertenecen a una familia y a una vivienda en particular pero al mismo tiempo son del barrio, y nunca volvió. Fueron meses de angustia. La madre de Jorge lloraba en silencio por el perro bobo, y yo no entendía por qué haber perdido ese perro que estaba más muerto que vivo le causaba tanta tristeza. Una tarde de domingo llamó uno de los tíos de Jorge y dijo que le había parecido ver al Chiqui en el estacionamiento gigante y siempre desierto que estaba al lado de un hipermercado de San Justo. Fuimos todos a buscarlo y era el Chiqui. Estaba asustado y tirado en un rincón esperando algo que no sabemos bien qué era (podía ser que alguien fuera a buscarlo, que alguien le diera de comer o podía ser la muerte). Me acerqué a la reja del estacionamiento y grité el nombre del perro porque todos lo miraban y se decían entre ellos “Sí, es el Chiqui” con una alegría que descomponía, pero no lo llamaban a él ni iban a buscarlo: se felicitaban por haber encontrado algo que seguían dejando ahí tirado. Apenas grité el nombre del perro, la Susy me dijo que no gritara nada, que el perro estaría traumado, que podía morderme. En otras palabras: que no me metiera. Entonces le gritó ella, y yo pensé que su voz era mucho más irritante que la mia y que si el perro la escuchaba seguramente no iba a querer volver. Pero el perro se levantó con esfuerzo, como si el cuerpo le pesara más que nunca, y se acercó lentamente a la reja donde estábamos todos y nada más. Ni ladró ni saltó ni movió la cola: se echó.

viernes, 20 de mayo de 2011

Mi cumbia preferida de todos los tiempos

(aclaración: mi cumbia preferida de todos los tiempos cambia todo el tiempo)

Escuché este tema por primera vez en el 2003, cuando sonó junto a los créditos de Disputas. Las putas y su madama bailaban vestidas de maestras jardineras, con niños, haciendo trencitos y pasitos tontos y caras bobas y yo lo vi porque dejé la videocasettera programada porque en ese año yo todavía me iba a dormir tempranísimo y no quería perderme el final de Disputas (serie de la que vi creo que los primeros capítulos y nada más, pero tengo algo con los finales: me gusta ver finales de series y de novelas sin importar si sé de qué se tratan o si tengo que inventar nombres de personajes y tramas y subtramas que se resuelven en los últimos cinco minutos, me encantan las resoluciones). El capítulo no me acuerdo si era bueno o malo porque lo vi esa sola vez, pero los créditos con la cumbia que me había cautivado lo vi cientos de veces hasta gastarlo de tanto rebobinar y dar play. En casa de mamá seguro que está ese vhs, también tengo un vhs con el final de Resistiré y otro vhs con videos de 1995: Jagged Little Pill de Alanis Morisette me había volado la cabeza). Trato de hacer memoria pero creo que en el 2003 todavía tenía una relación de amor/odio con internet, y convengamos que internet no es lo que era, creo que busqué algunas veces de quién era la cumbia de ese vhs gastado pero no había forma, y aunque sospechaba (casi podría decir que tenía la certeza) de que el tema era de Los Charros, en ninguna página aparecía nada y yo me frustraba tanto que volvía al vhs maldito. Después de muchísimo tiempo (muchísimo de verdad, porque lo que sigue ocurrió en el 2010), me dieron ganas de volver a escuchar la cumbia y la busqué en internet y ahora aparecía la letra pero pertenecía a Ruben Blades y el ritmo no era el que yo recordaba. Me bajé el último capítulo en un .avi pedorrísimo que se veía en una pésima calidad y que se escuchaba con un ruido blanco de fondo que aturdía pero me contenté y bailé de nuevo esa cumbia con esos créditos de putas disfrazadas de maestras jardineras. Se rompió la computadora y el capítulo quedó ahí dentro, con un montón de música pedorra que había coleccionado durante muchos años y con otra cantidad de fotos y recuerdos que no me atormenta haber perdido: creo que lo importante lo conservo en la cabeza. Hoy estoy sola en casa y busqué el tema y después de bucear en muchas páginas horribles donde todos se empecinaban en querer hacerme bajar la versión de Ruben Blades, la encontré. Y qué felicidad.


Salpicré de viernes

Hay una cosa que me tiene contenta y es que de repente, en casa, tengo máquina de coser. Me pone contenta especialmente por dos motivos: tengo una estupidez nueva con qué entretenerme y es un objeto lindo. Es una máquina de coser chiquita, antiquísima, negra, con letras doradas que dicen "Singer". Viene con un maletín que parece de Mary Poppins y con el que, cuando yo era chica, jugaba (precisamente) a Mary. Hay otra cosa que me tiene contenta: esta semana fui dos veces al cine y las dos veces la recontra pegué con las películas, las dos argentinas, las dos con grandísimos guiones y actuaciones preciosas y cuánto me reí con una, y cuánto me reí con la otra.

Hay una cosa que no me tiene contenta porque pone en evidencia cierta incapacidad mía para cortar con las cosas. Sigo diciéndole jefa a mi ex jefa, que me llama y me habla como jefa y yo respondo como empleada aunque sea ex empleada. No tenemos nada que nos ate y sin embargo yo no puedo terminar de cortar la soga de la relación. Como si la tuviera atada con cierto margen, como que puedo caminar tranquila, puedo alejarme, pero ante el primer tironcito vuelvo ahí, como un perro. Como un perro. El otro día me llamó y casi discutimos. Yo tengo paciencia pero tampoco tanta, y justificar por qué hago una cosa o por qué hago la otra me pareció algo que nada que ver. Me hizo pensar en la cantidad de veces que me encontré explicando cosas a gente que no merecía mis explicaciones, que no las necesitaba o, simplemente, que no tenían por qué interesarle. Soy demasiado dependiente de la aprobación del otro (en estos días estuve pensando si mi vuelta a la facultad no fue otro intento más por llenarme de devoluciones de, digamos, gente que sabe más y que sus palabras "está bien lo que decís" me inflen el pecho de orgullo).

Queda inconcluso, el post.
Tengo que ponerme a trabajar y pensar en esas cosas que no están bien conmigo no me copa.

Que estoy contenta por la máquina de coser.
Que también estoy contenta por las películas que vi.
Que lo demás, otro día.

Ayer confundí buena onda con confianza extrema y le dije al productor del programa donde trabajo que estaba editando lento porque no tenía ganas de trabajar. Que no tenía ganas, le dije. Y el me contestó: "¿Que estás cansada?" (supongo que fue como si me extendiera la mano para que yo no me hundiera en arenas movedizas, si yo le decía "eso, estoy cansada" se terminaba la conversación) y yo le contesté (porque cuando me hundo, ojo, que me ato una piedra al tobillo y fue) "No, cansada no, no tengo ganas de trabajar". Creo que no correspondía.

lunes, 16 de mayo de 2011

De mi trabajo nuevo

+ Todavía me río de los chistes malos de mis compañeros porque no quiero quedar como una agreta y todavía no hay confianza para decir "boludo, mejor dedicate a editar".

+ Todavía llego a horario.

+ Todavía pienso que todos hablan de mi cuando me voy y dicen cosas pésimas como "¿Viste que hoy llegó con el pelo mojado?".

Primera carta de amor

Hoy hace exactamente trece años que escribí mi primera carta de amor. Por supuesto, estaba camuflada: se la escribí al que el año anterior había sido mi primer noviecito, mi primer beso, mi primera mariposa en la panza. Me había llegado el rumor de que después de los meses separados (cuando empezaron las vacaciones me pareció que ya no tenía sentido seguir de novia y le corté por teléfono para arrepentirme el primer día de clases siguiente, cuando lo vi paradito en la fila con cara de dormido) él me seguía amando (en esa época usábamos mucho y muy seguido el verbo amar) y a partir de ese día hice lo imposible para recuperarlo. Me acuerdo que una vez, por ejemplo, llevé al colegio un cd de Los Piojos porque sabía que él quería que alguien se lo prestara y cuando averiguó y yo le tenía en mi banco me lo pidió y yo morí de amor. Y cuando me preguntaron por qué tenía ese cd en mi banco, atiné a justificarme con un triste "no me acuerdo por qué lo agarré, estaba muy dormida". Un día se olvidó el buzo en el colegio me lo llevé a mi casa, otro día pasé por la puerta de su casa en Haedo algo así como quince veces y otro día me tomé el colectivo que él se tomaba para compartir asiento. Todo indicaba que de un momento a otro él iba a volver a pedirme que fuera su novia y yo iba a aceptar, ganadora y triunfal, con un coro de angelitos cantando detrás el aleluya.

La carta llegó a mi cabeza como un último recurso, porque los meses pasaban (el cd ya había vuelto, el buzo ya estaba en su casa y ya no quería tomarme colectivos que me llevaran a cualquier otro lado menos a mi barrio) pero no llegaba ninguna declaración amorosa. Entonces, el día de su cumpleaños, fuimos todos a su casa, le regalamos una remera que, por supuesto, fui a comprar yo, y antes de irme le dejé en su habitación mi carta.

No decía nada romántico. Era más bien una carta de feliz cumpleaños que yo pensaba iba a seguir reavivando el amorcito ese que habíamos tenido el año anterior. Al día siguiente lo llamé por teléfono y le pregunté si había encontrado la carta y, muy respetuoso y solemne, me dijo que la había recibido, que muchas gracias.

Ahí debería haberme rendido, pero en cambio seguí con estrategias adolescentes hasta que un sábado a la mañana me crucé en la puerta del natatorio con una amiga que la noche anterior había estado en un baile con los del colegio al que a mi no me habían dejado ir, y me dijo: "Pablo se tranzó a Caro".

Debería comparar la situación con el momento en que te cae un baldazo de agua fría, pero yo estaba metida en la pileta, mojada y con olor a cloro y el baldazo de agua fría pierde muchísimo efecto. No sé con qué podría compararlo, pero sí sé que ese día, entre brazada y brazada, entre ejercicio de piernas y ejercicio de brazos, yo lloré como una condenada y con las antiparras empañadas decidí que nunca más en la vida me iba a volver a enamorar.

sábado, 14 de mayo de 2011

Shampoo contra el cambio climático

Me compré un shampoo que dentro del grupo de los baratos, era el más caro. Prometía con letras brillantes plateadas y doradas, en su envase de color chillón, que protegería mi bella cabellera de los cambios climáticos. No entendí bien a qué se refería, digamos que acá donde estoy yo más que un día con mucha humedad o un día con mucho sol, no hay tantos cambios climáticos como si puede haber en un lugar donde, por ejemplo, de repente empieza a nevar. Acá está empezando a hacer calor todo el año, no mucho más.

Sin embargo lo compré. No sé si fueron las convincentes palabras de su promesa o su color chillón, pero hubo algo, tal vez el enano consumista, el falso precio económico, las letras brillantes, algo, no sé.

Resulta que sí. Cumple. Te proteje la bella cabellera de los cambios climáticos, y es tan meticuloso el cuidado que te tiene, que no te mete la cabeza en una caja de cristal para que el aire viciado te afecte, pero sí te genera una especie de capa protectora en el pelo que lo deja duro, sin movimiento, impermeable, sin caída ni brillo ni suavidad.

El pelo, por supuesto, no siente ni una cosquilla frente a los cambios climáticos. Qué sé yo, consuelo de tonta que tiene una escoba en la cabeza y un envase gigante de shampoo en el baño de su casa.

viernes, 13 de mayo de 2011

Existe

Durante mucho tiempo dudé. Sentí miedo. Sentí que no podía volver a creer. Que no existía el amor sin drama. Que sí existían los engaños, las mentiras y los desencuentros. Los conflictos. Los corazones rotos. El llanto. La espera desesperada por ese que nunca iba a venir. O que nunca iba a volver. Sentí muchísimo miedo, pensando que para que existiera el amor tenía que existir todo ese drama que ya no estaba dispuesta a soportar.

Hace un año me di cuenta que estaba equivocada. Que existe el amor sin sufrimiento. Sin esperas ridículas. Sin luchas de poder. Sin conflictos. Con mucha risa y compañía. Con cariño, con sexo, con verdad, alegría y pasión. Con emoción. Con silencios y charlas interminables. Hace un año me di cuenta que el amor, ese amor sin drama, existe. Un año. Como pasa el tiempo, la concha de la lora.

En Puán se habla hasta del significado ideológico que tiene dejar un cronograma de lecturas en el centro de estudiantes o en la fotocopiadora de la esquina o en los dos lugares al mismo tiempo.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Married in a year

Anoche vi un documental magnífico sobre una señora que te promete la fórmula mágica para casarte en un año. Me sorprendió tanto y me dejó tan con la boca abierta, que escupí un post en Soltando Monos.

Hablé por teléfono con una amiga y todo

Estuve muy oscura y solemne los últimos días. Haciéndome problema por pavadas. Pensando que cualquier cosa es el fin del mundo. Preocupándome por temas económicos. Por pasiones. Por modos de vida. Por cosas que me quitaron muchísima energía y me hicieron dormir mucho más de lo habitual. Creo que ya se me está pasando. Por suerte.

Productividad

A veces estoy ya acostada y calentita y me acuerdo de algo que tengo que buscar en google, o algún mail que sí o sí tengo que mandar o implosiona el mundo, y me levanto, me siento en la computadora y cometo el mismo error un día y otro y otro: el televisor queda prendido en esos programas de juegos donde tenés que adivinar un imposible y hay una oligofrénica que no para de hablar y te enloquece en diez o quince minutos. Porque el control siempre queda lejos y porque si me acerco a la cama vuelvo a acostarme y después a acordarme y empieza todo de nuevo, maximizo los diez minutos de tolerancia a la oligofrénica y esos diez minutos pueden convertirse en lo más productivo del día.

domingo, 8 de mayo de 2011

El domingo, la soberbia y otras estupideces

Hoy es un domingo bañado en una especie de fastidio y de estar al borde del mal humor o yendo y viniendo del terreno del mal humor. Esos días en los que el "tener que" se vuelve una carga pesadísima que no estoy dispuesta a llevar en la espalda porque, por un lado no quiero, y por otro lado, tengo un dolor en la espalda y una contractura en el cuello que me está haciendo ver las estrellas.

Decía que el problema son esos "tener que" que uno mismo se impone. Porque a mi nadie me obligó a volver a la facultad y nadie me obligó a volver a aceptar un trabajo con un horario fijo habiendo comprobado en solamente una semana que el trabajo de oficina con un horario fijo que está al borde de tener que marcar tarjeta es algo que me deprime. Esos "tener que" hacen que por momentos me autoexija y demande mucho más de lo que puedo hacer (ya no soy capaz, lo he comprobado recientemente, de preparar un parcial en una semana o mantenerme despierta a fuerza de mate y café para llegar a leer todo) y por otro lado hay una cuestión, no menor, que se contrapone a esas exigencias que me estampo en la cara como una cachetada histérica: no tengo ganas de nada más que de estar tirada leyendo alguna otra cosa, o mirando alguna serie o saliendo a caminar bajo el sol. "Tengo que" y "no tengo ganas de" se manifiestan en esto: un fastidio permanente y esta necesidad de llenar los huequitos temporales tratando de que esas obligaciones autoimpuestas se esfumen, simplemente, en un "no tuve tiempo". Que la culpa del incumplimiento no me torture un domingo a las siete de la tarde y transforme el fastidio en un odio irracional.

No hay caso. Desde anoche estoy pensando lo siguiente: que niños de diez u once años pasen por la puerta de un supermercado chino con el chino dueño hablando por teléfono en la vereda (los chinos dueños de supermercados chinos siempre están hablando por teléfono) y se burlen del señor chino con un chino inventado del estilo "cachichién" me resulta un retroceso tan grande que obscurece los otros pensamientos que tengo. Como si esos pequeños sucesos me movilizaran tanto o mucho más que una noticia en el diario. Y no puedo más que preguntarme por qué esos niños son tan burlones y de dónde viene esa manía de reírse del diferente cuando, no sólo en el fondo sino también en los aspectos más superficiales como la ropa o la manera de caminar, todos somos diferentes y nadie, pero nadie, está arriba del otro.

Me disperso mucho y hago este tipo de preguntas todo el tiempo, estoy más analítica e introspectiva: pienso mucho más qué decir sobre cada cosa y cuándo decirlo, cómo y a quién. Peco de soberbia, por momentos, cuando elaboro una idea y la comunico de la peor manera: tranquila, con tono pausado, como diciendo "callen la boca que aquí estoy yo con mis maravillosas conclusiones". Lo hago sin querer. Pienso tanto antes de hablar que cuando hablo ya pensé las comas, las pausas dramáticas y los adjetivos que sí voy a decir y aquellos que me voy a guardar. Tal vez ese, el miedo a ser un personaje soberbio, sea uno de los motivos por los cuales no estoy acá, en el blog, tan seguido, escupiendo un montón de estupideces diarias.

viernes, 6 de mayo de 2011

Cada vez que la escucho se me pega por un par de días

OJalá no pase

Por otro lado, mi trabajo nuevo me llena de miedo y ansiedad. Una productora nueva siempre es una productora nueva y yo pasé por varias productoras nuevas y vi el entusiasmo del comienzo, las ganas, el proyecto, la necesidad de crecer.

Pero también vi debacles, despidos, renuncias y cierres de persiana.

Por estos días

Creo que lo que mas me molestó del desempleo fue que durara tan poco. Tener trabajo (o medio trabajo, si se quiere) después de un fin de semana de búsqueda es algo que definitivamente no esperaba. Tenía plata para bancarme unos meses (esto es raro: de alguna manera el inconsciente me jugó a favor una vez en la vida y hace unos meses empecé a guardar plata por si me quedaba sin trabajo). En esos meses sin trabajo y gastando todo lo ahorrado había planeado visitas a amigos que no veo hace mucho, visitas a Once, limpieza general de la cocina un día, del baño otro, de la biblioteca otro. Y mientras tanto ir buscando trabajo. Tenía una lista de contactos y no llegué a mandarle mail a la mitad de ellos que de repente el lunes a las tres de la tarde estaba trabajando en algo. El terror era no poder pagar el alquiler, no poder pagar el monotributo, no poder no mantenerme después de tantos años de mantenerme. De tener que pedir prestado a mis papás, a mi novio o a mis amigos. Un terror medianamente boludo, esa dependencia monetaria que tantas veces me ha frenado a la hora de darme algún gusto (un gusto que, por su parte, también es boludo: una remera, una campera, un par de zapatillas). Yo sé aceptar préstamos, y sé pedirlos cuando es necesario, lo que no sé es quedarme tranquila sabiendo que le debo algo a alguien.

De cualquier manera el control monetario está a la orden del día. Mi nuevo trabajo (medio trabajo) me alcanza justo para pagar las cuentas y después veremos qué hacemos. Por lo pronto hoy me encontré en la cocina lavando verduras y escuchando atentamente al camioncito de la otra verdulería, esa a la que nunca voy, que vociferaba sus ofertas y yo memorizaba cuánto el kilo de berenjenas y cuánto el de mandarina para comparar con mi verdulería de siempre. Camino mucho y ni se me cruza por la cabeza tomarme un taxi, y recorro la ciudad en colectivo con la mochila de mochilera llena de ropa sucia porque ni loca voy al lavadero. Como muchas verduras de estación y vivo a mate. Trato de gastar lo justo y necesario y miro las vidrieras imaginando cómo me quedaría eso y cómo me quedaría lo otro, pero sabiendo que hoy en día no puedo comprar nada.

Estoy más contenta que la semana pasada, y que la anterior, y que el mes pasado y que el año pasado. Por momentos no puedo creer haberme quedado en ese lugar tanto tiempo, teniendo la posibilidad de patear el tablero (¡patear el tablero!) mucho tiempo antes. Hace unos días volví a mi oficina, ésta vez para trabajar freelance, ésta vez facturando por hora, y sentí tanto frío y hastío en tres horas que no supe cómo hacía para estar ocho horas, sola, ahí adentro. En el baño se formaron tres hormigueros gigantes, la empleada que venía a limpiar la empresa me dijo, el día que le conté que me iba: "Cuando llegan hormigas a un lugar significa que la gente está por irse". Y así fue. Ni los gatos quedaron.

Los clichés rameros que NO QUIERO

El jardín desde los dos.
El colegio privado.
Los amigotes de toda la vida.
La carrera con una importante salida laboral.
Los jueves, viernes y sábados salidas.
El autito propio.
El amor de la vida.
El casamiento.
La luna de miel en el Caribe.
El trabajo de nueve a dieciocho.
Los hijos.
Las vacaciones en Mar del Plata la segunda de enero.

martes, 3 de mayo de 2011

Mail recibido. Mail enviado

Mail recibido
blablablablablabla ¿Querés que nos veamos esta semana? blablablablablabla

Mail enviado
blablablablablabla Con respecto a lo de vernos, te digo que no. Estoy saliendo con alguien y estoy muy contenta y no me dan ni un poquito de ganas de verte. blablablablablabla

Mail recibido
Yo también estoy de novio, pero puedo verte igual.

Mail enviado
No se trata de poder o no poder: no tengo ganas de verte.

lunes, 2 de mayo de 2011

Mi departamento a las once de la mañana se roba toda la luz de la ciudad

Hoy, podríamos decir, es mi primer día como desempleada oficial.
Me lo tomo con calma.
Amanecí a las diez, lavé ropa, ordené un poco, tomé mates con el piyama todavía puesto.
Escribí para el blog colectivo, salí a hacer unas compras, recibí un amigo en casa: me pasó un trabajo chiquito y por lo cual, desde que se fue mi amigo, estoy trabajando.

Tranquila.

Me ofrecieron otro trabajo y de nuevo lo rechacé: está bien que esté desocupada y con ganas de trabajar pero tampoco estoy desesperada, como para trabajar mil horas por una miseria en negro. Todo tiene sus límites.

Por momentos sigo asustadísima, pero son sólo momentos: la alegría de haberme ido de la productora es cada vez más grande. El fin de semana estuve con la cabeza laburando a mil por hora, pensando contactos y armando proyectos. Estuve editando mi reel, hacía varios meses que no editaba algo que me copara y editando me di cuenta que me encanta lo que hago. Me encanta sentarme y probar cosas, buscar música, armar la estructura, mirarlo una y otra vez hasta decir sí, listo, quedó perfecto.