martes, 10 de julio de 2012

El casamiento que no fue y la embajadora de China

De haberse concretado diría: a mi casamiento vino la embajadora de China, llegó en una limusina roja que se parecía más a un paquete de pan lactal. Tenía el pelo largo oscuro y lacio y muchos guardias de seguridad. No sé quién la invitó.

Era en una casa antigua con mucho parque alrededor. Había flores y mucho sol. No me acuerdo por qué me casaba pero sí me acuerdo que estaba apenada porque me estaba casando aunque Juan nunca me había propuesto casamiento y yo tampoco se lo había propuesto a él. Era como un trámite con mucho sentimiento, alegría y amor. Burocracias románticas.

En el supermercado, antes del casamiento, dejaba tres tortas a medio hacer. Ninguna me salía del todo: olvidaba algún ingrediente, olvidaba prender el horno, olvidaba apagarlo. Me iba del supermercado porque se hacía tarde para la ceremonia y me daba vergüenza dejar las mesadas sucias porque otros tendrían que limpiar lo que yo había ensuciado y me parecía injusto. Pero aun así me iba: el casamiento me esperaba.

Como no tenía vestido de novia por lo repentino del trámite lleno de amor, me ponía una pollera muy cortita y muy apretada de color negro, y una remerita azul eléctrico también muy apretada y bastante escotada, pero como yo era muy flaquita y menudita todo me quedaba muy lindo. El gran problema vino con el peinado: primero había pensado en no hacerme nada, dejar mi pelo lindo como lo tenía pero después (de repente, no sé), me daba cuenta que el pelo tan largo quedaba ordinario entonces dudaba. Finalmente una prima me agarraba dos mechoncitos y me hacía una media cola.

En eso que yo estaba terminando de acicalarme con el pelo y lo demás, se paraba todo porque llegaba la embajadora de China: una limusina roja con forma de pan lactal para frente a las escaleras y ella se baja, impecable, blanquita, con la piel transparente como un papel de calcar, con muchos guardias de seguridad.

viernes, 6 de julio de 2012

Tres

1. Usé aparatos (se les empezó a decir brackets después de que dejara de usarlos) desde los seis hasta los doce. Tenía un diente que estaba orientado mal dentro de la boca, digamos que apuntaba para adelante, no sé bien cómo explicarlo pero estaba al revés que todos los demás. Todavía tengo por ahí guardado el molde que me hicieron, el que se hacía con un dispositivo lleno de masa (o plastilina o crealina) que había que morder. El dispositivo daba arcadas pero el procedimiento terminaba justo antes que la arcada se transformara en vómito (una vez una tía mía fue por primera vez al dentista en toda su vida, tendría treinta años, y no pudo contener el vómito hasta después de terminado el procedimiento del molde de la boca y le vomitó el delantal -y las manos y los brazos y un poco las piernas- a la dentista). Si tuviera una foto del molde a mano la pondría acá para que se entienda para dónde corno estaba orientado el diente rebelde de mi boca. Durante los seis años que usé aparatos (fueron diferentes, siempre movibles, siempre colores chillones como fucsia o turquesa, algunos con brillitos) fui a la misma dentista todos los viernes a la tarde. Me ajustaba o desajustaba los aparatos, revisaba que la posición del rebelde diente se estuviera amalgamando a la posición de todos los demás dientes de la boca y me iba a casa y el viernes siguiente lo mismo y así, Un viernes mi mamá se cansó de llevarme todos los viernes a la dentista y no fuimos más. Dejé de usar los aparatos. El diente rebelde ya estaba más o menos emparejado con los demás dientes. Cuando me salieron las muelas de juicio se me torció todo menos el diente rebelde.

2. A los doce años más o menos tenía una cantidad de granos que era espantosa. Comía muchísimos chocolates y manteca y tenía: puntos negros, granos rojos, granos con pus, granos con pus y con sangre y toda la gama de acné juvenil que exista. Un día le pedí a mi mamá que me llevara al dermatólogo porque pensaba que iba a quedar con la cara horrible y llena de granos por el resto de mi vida. Me llevó y el doctor, un peruano o paraguayo o chileno (en los 90 habíamos importado muchísimos médicos latinoamericanos) dijo que era normal pero que si quería quedarme tranquila podía hacerme unas limpiezas diarias con este producto y podría ponerme antes de dormir con un algodón este otro producto y por las mañanas antes de salir al colegio podría pasarme esta cremita. Anotó todo en un recetario pero no lo selló y ni siquiera lo firmó porque no me estaba medicando nada. Cuando salimos del médico pensé que íbamos a ir a la farmacia a comprar toda la parafernalia ant acné juvenil pero mi mamá propuso que dejara de comer manteca. Un tiempo después viajamos a Posadas a visitar unos parientes medio lejanos y la abuela de mis primas (que no era mi abuela y ellas tampoco mis primas) me dijo que lo mejor para el acné juvenil era, por las noches, hacer pis en un vasito, mojar un algodón en el pis y pasarlo por la cara. Muchos años después la orinoterapia tuvo su minuto de fama.

3. Cuando me hice señorita, además de llorar porque tenía pensado que el temita iba a ser un poco más divertido que un poco de sangre amarronada, aumenté un montón de kilos en panza, tetas y culo que ya nunca pude bajar. Durante varios años luché contra esos kilos pero eran unas batallas mentirosas que rozaban peligrosamente el desorden alimenticio: almorzaba lechuga y a la tarde me clavaba cuatro o cinco alfajores guaymallén (en general eran cuatro, salían 0, 25, yo siempre gastaba 1 peso redondo). Mi mamá me contó que había visto en el centro de Ramos un nuevo gimnasio que ofrecía: personal trainer Y dieta. Fuimos. Tuve la entrevista con el personal el personal trainer que además de personal trainer era dueño del lugar, mucama del lugar, administrador y todo lo demás. Y encima tenía una peligrosa adicción a los desodorantes de ambiente: vaciaba un tubito en dos horas. Caminaba apretando el cosito y recorría todo el gimnasio que era chiquito y tenía dos o tres cintas para caminar y dos o tres bicicletas fijas. El primer día, en la entrevista, le conté cuáles eran mis aspiraciones, el me dio un discurso motivacional de "vamos a lograrlo" y una carpeta con la dieta que tenía que seguir: tenía que repetir la misma comida durante toda una semana y tenía que ir al gimnasio tres o cuatro veces por semana, dos o tres horas cada día. Cuando le mostré la carpetita a mi mamá me dijo "Ddámela que yo te la guardo, me parece que no es necesario ser tan estrictos con las comidas, es aburrido y trabajoso comer todos los días lo mismo". Abandoné el gimnasio con olor a baño público dos meses después de haber empezado. Lamentablemente, no lo habíamos logrado.